Cuando se me ha invitado a presentar este libro,
consistente en un análisis teórico acerca del nacionalismo vasco, su concepción
a través de la historia por las diferentes clases sociales existentes en
Euskadi, su relación con el internacionalismo en la conciencia de la clase
obrera, me ha parecido lo más indicado no hacer una presentación crítica -cada
lector hará sin duda la suya-, sino un breve relato de mi experiencia política
personal; de mi toma de contacto con la problemática nacional vasca y con la
más específica de la clase obrera de nuestro país, el desarrollo de esa
conciencia inicial a través de mi actividad política como militante de E.T.A.
en Euskadi peninsular y posteriormente como refugiado vasco en Euskadi
continental.
Tratando de evitar que el objetivo de este relato pueda
ser mal interpretado, debo aclarar que, desde luego, no consiste en dar a
conocer mi biografía, sino tratar de aportar al lector un elemento de juicio
vivencial -ni más válido ni menos que el de cualquier otro vasco- en un intento
de enriquecer con datos de la experiencia el trabajo teórico realizado por
Jokin Apalategi.
Tampoco pretendo en modo alguno que mi experiencia
personal sea susceptible de extensión a otras personas, por mucho que su
evolución se haya podido producir en los mismos cauces organizativos. Por otra
parte, considero que la experiencia sólo es racionalizable cuando se ha situado
ya a cierta distancia en el pasado -e incluso en este caso su explicación puede
ser diferente según el momento de la vida desde el que se la observa- con lo
que su recuperación para el análisis adolecerá de la incapacidad para recoger
determinadas circunstancias y elementos causales que se perdieran en el olvido
sin tomar conciencia de ellos.
Nací en Arrigorriaga en 1949. Arrigorriaga -cuando yo
residía en ella- era una localidad con una población que calculo en 8.000
habitantes, de los que una buena parte son inmigrantes de diferentes regiones y
pueblos del Estado español. Próxima a la zona euskaldun del valle de Arratia,
giraba no obstante exclusivamente en la órbita de la industriosa y comercial
villa de Bilbao y sus alrededores, fuertemente integrada de emigrantes y, por
ésta y otras razones históricas, de habla casi totalmente castellana. Debido a
ello, Arrigorriaga, fundamentalmente, era también de lengua castellana. El
euskara era, hasta hace unos doce años, un idioma en vías de desaparición;
conocido casi exclusivamente por el reducidísimo sector de los baserritarras,
probablemente lo utilizaban en sus hogares, pero, por lo menos los jóvenes, se
avergonzaban de hablarlo fuera de ellos. El conocimiento del euskara era, pues,
más una causa de complejo de inferioridad que una razón para la afirmación
nacional como pueblo diferenciado.
Mi padre, nacido en la misma localidad, era de origen
obrero; trabajador desde la infancia y durante mis primeros seis años de vida
trabajador y copropietario, junto con sus hermanos, de un pequeño negocio de
carpintería que utilizaba un solo asalariado, quien, frecuentemente, fuera de
las horas de trabajo convivía con ellos en régimen familiar. Mi padre, hijo de
euskaldunes, desconocía por completo el euskara. Mi madre, de origen baserritarra,
se vio obligada, también desde niña, a acudir a las grandes villas a ofrecer
sus servicios como «femme de menage», trabajo que realizó hasta su matrimonio.
Vascoparlante, no sé si por necesidades de convivencia con mi padre y su
familia -todos habitaban una sola vivienda- o por un complejo de inferioridad
muy extendido por aquel tiempo entre los vascoparlantes -probablemente por
ambas razones-, utilizaba en casa únicamente el castellano, por lo que hasta
fechas recientes he desconocido el euskara.
Siendo niño aún, fortuitamente -mediante la lotería-, mi
padre consiguió cierta cantidad de dinero, suficiente como para iniciar por su
cuenta la construcción de viviendas, convirtiéndose de este modo en pequeño
industrial de la construcción, nivel social en el que habría de permanecer
hasta el día de su muerte.
Un factor fundamental durante mucho tiempo en mi educación
sería la enseñanza recibida en la escuela. Estudiaba con admiración las hazañas
de los conquistadores españoles y las llamadas cruzadas, considerando la
pérdida del imperio español como el lamentable resultado de un cúmulo de
injusticias históricas realizadas por otras naciones como Inglaterra o Francia.
José Antonio Primo de Rivera -fundador de la Falange- era considerado por mí
como héroe nacional, y los rojos, como se denominaba en los libros de historia
a todos los enemigos del franquismo, una horda de ateos, violadores y asesinos.
La cuestión nacional vasca jamás llegué a planteármela en
la infancia de un modo positivo, si bien la conocía por mi padre y sus
audiciones nocturnas de una emisora de radio prohibida cuyas emisiones quedaban
semiahogadas en un mar de ruidos y pitidos que las convertían casi en
ininteligibles.
Mi padre era patriota vasco, simpatizante del P.N.V., y yo
patriota español y partidario de Franco por la paz que, tras los años de
«revueltas y quemas de conventos», nos había dado a «todos los españoles».
Debido a ello los enfrentamientos en casa se producían con relativa facilidad,
y, si jamás llegué a ser castigado a causa de ellos, fue simplemente gracias a
que mi padre comprendía que discutía con un niño al que mejor que reprender era
dejar crecer y madurar.
También mi familia paterna y sus relaciones -que
constituía mi medio ambiente- eran casi en su totalidad nacionalistas vascos.
Con frecuencia podía sentir ese extraño ambiente de conversaciones en la
intimidad de los hogares, en los que se citaban los nombres de Sabino Arana,
fundador del P.N.V., y José Antonio Aguirre, en aquel entonces presidente del
Gobierno Vasco en el exilio. Pero todo esto, que sin darme cuenta iba
impregnando mi subconsciente, era incapaz de combatir la enseñanza escolar, e
incluso de plantearme problemas a los que de cualquier modo era aún poco
sensible por mi corta edad.
De lo que, en cambio, guardo una viva sensación es de la
imposibilidad para relacionarme con mi abuela materna. Ella apenas hablaba
castellano y yo no conocía el euskara, por lo que nuestras conversaciones jamás
superaban de un breve intercambio de palabras sueltas. Habría de morir sin que
llegásemos a tener una auténtica conversación. Recuerdo también que cuando
íbamos a visitarla, mi madre hablaba en euskara con su familia sin que yo
llegase a comprender nada. Todo ello me hacía sentirme disminuido en el ambiente
de aquellas esporádicas visitas, que más tarde comprendería era el de una gran
parte de mi pueblo, la más auténtica.
Por otra parte, mi padre, a pesar de su nacionalismo
sabiniano, era un ferviente admirador de la organización social de la U.R.S.S.
y del comunismo en general, aunque quizá entendido de un modo un tanto
particular. Esto hizo que los términos socialismo y comunismo, una vez liberado
del lastre educativo recibido en la escuela, me resultaran una opción social
más positiva que otras, a diferencia de la herencia anticomunista que
demasiados vascos de todas las capas sociales han recibido del nacionalismo
tradicional. La dificultad para acercarme a ellos se situaba en el terreno
ideológico, pues era decididamente religioso.
Los amigos de mi padre eran obreros y mis amigos hijos de
obreros, por lo que ése ha sido el ambiente social en que me he desarrollado;
aunque hasta la adolescencia no haya estado capacitado para conocer la división
de la sociedad en clases sociales. Tampoco serían estas relaciones las que me
inclinasen a posicionarme con la clase obrera y optar por el modelo social
marxista. Creo que mi evolución este sentido se produjo en dos etapas.
La primera, caracterizada por tres elementos: negación del
individualismo pequeño-burgués, condena de la explotación capitalista y
correspondiente afirmación obrerista y visión idealista de inspiración
religiosa de la sociedad.
Recuerdo como una vivencia continuada las preocupaciones
económicas de mi padre en el desarrollo de su empresa. Para comenzar la
construcción de un edificio, dependía siempre de la venta de los locales del
anteriormente construido y de los créditos bancarios. Le recuerdo muchas veces
solo en su despacho, preocupado hasta la angustia, cuyo contagio no podía yo
evitar. Pronto comprendí que aquella competencia, aquella ley de la selva que
rige las relaciones sociales entre empresarios, no podía aportar un mínimo de
felicidad social -entendiendo la felicidad como yo la entiendo, lógicamente-;
que era mejor colectivizar la propiedad para que los beneficios y las
preocupaciones fueran de todos. Era tan fuerte en mí esta vivencia que no
recuerdo haber deseado nunca continuar los negocios de mi padre a pesar de los
beneficios que indudablemente reportaban. Quizá también yo era de ánimo débil,
pues otros en situación semejante lo han hecho.
Desde que tengo uso de razón -es un decir- he tenido
ocasión de contemplar la explotación de la clase obrera, aunque sin
comprenderla como tal durante mucho tiempo. He visto trabajadores -vecinos
míos- que tras una jornada laboral normal se veían obligados a «meter horas» en
la construcción de mi padre u otras, y todo ello únicamente para alcanzar a
sobrevivir junto con sus familias. Hacia los diecisiete años ingresé en una
organización católica, denominada Legión de María, uno de cuyos objetivos era
bucear en la miseria social para consolar a quienes se veían obligados a
padecerla. A través de mi participación en ella, conocí lo que creía no existía
en nuestro país, pero aún desconocía los motivos del sufrimiento que veía; lo
que progresivamente se me fue haciendo evidente es que el consuelo no quita el
hambre ni las enfermedades. Únicamente con las luchas obreras que en mitad de
la década de los sesenta se produjeron en mi zona, y especialmente con la
huelga de Bandas y la represión desatada durante el «estado de excepción»
consiguiente, y la lectura de novelas sobre el tema del sacerdocio obrero
llegué a la comprensión de la división social en clases con intereses opuestos.
Ya comprendía el problema, pero no conocía aún posibles
soluciones válidas para resolverlo. Se me escapaba el carácter antagónico del
enfrentamiento burguesía-proletariado, y en general toda la racionalización de
la problemática social. Mi visión era puramente vivencial y su interpretación,
idealista. Debía estar con el que sufría y ayudarle, debía hacer algo por
mejorar las condiciones de vida de los trabajadores, pero no alcanzaba a
comprender la existencia de un modo de producción capitalista que causaba la
explotación de la clase obrera y la represión contra ella. Recuerdo que, por
ejemplo, para sensibilizar frente a la guerra del Vietnam, poníamos en la
puerta de la iglesia parroquial fotografías de niños muertos por las bombas.
Pero lo que yo ni mis compañeros de aquel entonces comprendíamos con todas sus
consecuencias era que la guerra del Vietnam no era un mal en sí mismo, sino
producido por el imperialismo americano en su lucha contra las justas
aspiraciones de liberación nacional y social del pueblo vietnamita; y que la
única solución posible estribaba en la derrota de las tropas norteamericanas en
aquel territorio.
Sería poco más tarde, en una segunda etapa, cuando habría
de sufrir una profunda transformación ideológica que me permitiese colocar en
su lugar cada elemento del rompecabezas. Aficionado al estudio y necesitado de
racionalizar mis experiencias, de comprender el porqué de las cosas, mi
concepción religiosa de la vida, del hombre y de sus relaciones sociales entró
en crisis, debido a que no me era suficiente para explicar ninguno de los
problemas que se me planteaban. Comencé a estudiar la teoría marxista.
Ya para entonces se oía hablar de una nueva organización
política patriótica y socialista que luchaba por la independencia de Euskadi;
era E.T.A. Surgían las íkastolas y aparecían jóvenes que cantaban en euskara.
La cuestión vasca brotaba a la luz con toda su problemática. Nuestro pueblo,
casi aniquilado, resurgía y su resurgir se dejó sentir también en Arrigorriaga.
Comenzaron las clases nocturnas de euskara para adultos y los vascoparlantes
comenzaron a superar su complejo para mostrarse orgullosos de hablar el
euskara.
Como resultado de ambos factores -estudio del marxismo y
resurgir nacional vasco-, tomé conciencia clara de la existencia de Euskadi como
nación diferenciada, integrada por siete regiones separadas por las armas de
los estados opresores, español y francés; de la división de la sociedad en
clases enfrentadas por intereses irreconciliables; de que Euskadi misma no era
una excepción en este sentido, comprendí lo que fue la «evangelización de
América» por los españoles y lo que fueron «las cruzadas», lo que fueron «los
rojos» y el «glorioso alzamiento nacional»; que no se trata de que los ricos
ayuden a los pobres, ni únicamente de que se aumenten los salarios de la clase
obrera, sino de socializar los medios de producción; que para lograr la
solidaridad social es precisa una profunda revolución cultural, y que, para
ello, no basta con la buena voluntad, sino que es precisa una transformación
del modo de producción capitalista actualmente dominante por otro socialista;
que para ello es preciso que la clase obrera obtenga el poder político; que un
aparato de estado no es neutral y que esto obliga a la clase obrera a destruir
el estado burgués para crear otro propio; que la burguesía recurre a las armas
cuando ve en peligro sus privilegios, lo que induce a pensar que, sí la clase
obrera no se plantea el problema en términos semejantes, tendremos ocasión de
presenciar muchas matanzas y pocas revoluciones.
Iniciado este proceso de comprensión, que espero jamás
llegue a considerar suficientemente maduro, se me planteó la entrada en E.T.A.,
y acepté.
A pesar de la dificultad de las relaciones orgánicas
debida a exigencias de la clandestinidad en que debía desarrollarse nuestra
actividad política, mi pertenencia a E.T.A. me permitió profundizar más en el
conocimiento de la cuestión nacional y su relación con la lucha de clases. Pero
fue fundamentalmente la escisión producida en torno a la realización de la VI
Asamblea -declarada ilegal- la que, obligándome a revisar todos mis
planteamientos antes de posicionarme, me permitió darles coherencia y
confirmarme en su justeza.
La tesis defendida por el grupo denominado VI Asamblea
consistía en que la opresión nacional sufrida por el pueblo vasco era una
consecuencia histórica más del desarrollo social que tenía como motor la lucha
de clases. En el proceso de consolidación del modo de producción capitalista,
las burguesías de los estados español y francés, buscando el dominio de
mercados lo más amplios posibles, habían separado Euskadi en dos pedazos y,
tratando de homogeneizar sus respectivos mercados, tanto a nivel jurídico como
lingüístico, habían destruido la peculiar organización jurídica vasca e intentado
aniquilar la lengua, imponiendo por contra las culturas castellana y francesa,
que de este modo se convertirían no sólo en dominantes, sino en las únicas
permitidas. Superado el modo de producción capitalista, y no teniendo los
trabajadores españoles y franceses -nueva clase hegemónica- ningún interés en
mantener la opresión del pueblo vasco, ésta automáticamente tendería a
desaparecer. Por lo tanto, el objetivo principal lo constituía el triunfo de la
revolución socialista a nivel de los estados español y francés. Para lograrlo
lo antes posible era necesario unificar a los trabajadores a nivel de Estado ya
que es a este nivel al que se desarrolla la lucha de clases de un modo
diferenciado. E.T.A. había defendido siempre la independencia de Euskadi y, según
VI Asamblea, esta reivindicación dividía a los trabajadores vascos, por lo
tanto, era preciso abandonarla y posicionarse por la autodeterminación nacional
sin adoptar opción concreta alguna respecto a ella. La opción independentista,
no sólo era contrarrevolucionaria en cuanto que sembraba la división en el seno
de la clase obrera y frenaba el proceso revolucionario, sino que además era
pequeño-burguesa por cuanto representaba el intento de la pequeña burguesía
vasca de convertirse en clase hegemónica del nuevo mercado vasco a crear;
intento por otra parte banal, visto el punto al que había llegado el proceso de
desarrollo histórico. La opción independentista era, pues, reaccionaria además.
Curiosamente -por lo repetitivo- y coincidiendo con esta tesis, se planteaba la
lucha armada como un método elitista y de ambiciones mesiánicas que, intentando
sustituir al necesario protagonismo de las masas obreras, no representaba sino
la expresión de una pequeña-burguesía que se revolvía desesperadamente contra su
inexorable marginamiento histórico. Siguiendo este esquema -y aunque jamás
fuera dicho-, E.T.A. no representaba sino la versión anti-franquista, y por
ello radical, de la política pequeño-burguesa del P.N.V.; y, en definitiva, una
organización llamada a ser asimilada por dicho partido una vez alcanzada la
democracia política, si esto llegaba a producirse.
Estando de acuerdo con su análisis acerca del origen de la
opresión del pueblo vasco, rechazaba por completo las consecuencias que de
dicho análisis extraían. Su esquema, copia exacta del aplicado por Lenin en la
U.R.S.S., lo encontraba erróneo en Euskadi. Los pueblos, y dentro de ellos cada
sector, no optan en un momento, sino continuamente en un proceso a lo largo del
cual pueden cambiar sus opciones si así lo aconsejase la realidad circundante.
No era el Estado dictatorial franquista con su acerbado centralismo e
imperialismo español la única causa de la existencia de la opción
independentista, sino también la incomprensión históricamente demostrada por
los partidos obreros españoles frente a la cuestión vasca. La opción
independentista era la expresión política de la afirmación nacional de los
sectores populares con conciencia nacional que iban día a día ampliándose. El
pueblo vasco ha tenido ocasión de comprobar a lo largo de la historia que una
revolución socialista a nivel de Estado no es la solución automática de su
opresión nacional; que los partidos obreros españoles están demasiado
impregnados del nacionalismo burgués español. Por otra parte, el logro de la
independencia exigía la derrota del Estado español por lo menos en Euskadi, es
decir, una verdadera revolución política que sólo podía ser llevada a cabo por
las capas populares bajo la dirección de la clase obrera, única capaz de asumir
hoy en Euskadi, con todas sus consecuencias, la dirección de un proceso de tal
envergadura. Precisamente, este asumir la cuestión vasca por la clase obrera es
lo que ha posibilitado el resurgimiento nacional de Euskadi.
Mis posteriores relaciones, como representante de E.T.A.,
con representantes de diversos partidos obreros revolucionarios españoles, no
sirvieron sino para confirmar esta visión. Dichos partidos no entendían la
cuestión vasca sino como un problema, un problema molesto que conviene hacer
desaparecer. Siempre me pareció ver que la unidad de «España» era para ellos
tan sagrada como para la burguesía española. Jamás llegaban a entender que el
carácter nacional que adoptaba la lucha de clases en Euskadi fuese un factor
revolucionario; por el contrario, no era para ellos sino una nota discordante
en el proceso revolucionario español que aspiraban orquestar.
Con respecto a las relaciones entre Euskadi continental y
Euskadi peninsular, el exilio me ofreció la ocasión de conocer directamente la
problemática existente. Hasta entonces, mi opción frente a este tema obedecía
más a razones históricas e ideológicas que a un conocimiento real de la Euskadi
continental actual. No obstante, la experiencia no hizo sino confirmar mis
hipótesis y dotarlas de una base más científica. Euskadi continental es una
zona de casi nula industrialización; las bases de su economía las constituyen
las actividades del sector primario y las turísticas. Con una población que no
sobrepasa el cuarto de millón de habitantes y marginada completamente de los
centros económicos franceses, sufre una aguda emigración de mano de obra joven.
Aunque el euskara es ampliamente conocido en las zonas rurales, e incluso algo
en la costa, su participación junto a Francia en dos guerras de liberación nacional
contra las potencias centrales y la inexistencia de clase social alguna, capaz
de marcar una dinámica nacional propia, ha tenido como consecuencia que, hasta
hace aún pocos años, la conciencia nacional fuese propiedad exclusiva de
determinados sectores intelectuales. Pero la onda expansiva de la lucha de
Euskadi peninsular, junto a la labor de dichos sectores intelectuales, ha
producido una toma de conciencia cada vez mayor. El Estado francés supo ver el
peligro que representaban ambos factores y declaró ilegales tanto a E.T.A. como
a Enbata. Como sucede con frecuencia en tales casos, la medida no serviría sino
para fortalecer el resurgimiento nacional y nuevas organizaciones habrían de
brotar y extenderse, aunque lentamente. Por otro lado, es evidente que la única
solución económica viable para Euskadi continental es su integración con la
zona peninsular donde puede encontrar los capitales y la tecnología que
necesita para dejar de constituir una reserva turística y productora de mano de
obra destinada a la emigración. A pesar de las diferencias culturales creadas
entre ambas zonas de Euskadi por dos siglos de separación forzada, la comunidad
lingüística posibilita dicha integración. Pude, pues, comprobar que, a pesar de
lo incipiente del grado de desarrollo de la conciencia nacional en Euskadi
continental, la unidad de ambas partes de nuestro pueblo no estaba sólo
justificada por razones históricas, sino también económicas y que por todas
ellas era posible. Por lo tanto, ambas zonas del país no habrían de caminar
separadas en dos estrategias correspondientes a los estados en que se hallaban
incluidas, sino que era preciso desarrollar una sola estrategia nacional y
unitaria, aunque coordinando tácticas y etapas diferentes en correspondencia
con la realidad de cada zona.
En cuanto a la lucha armada, mi interpretación acerca de
ella tampoco se correspondía con la realizada por VI Asamblea. El hecho de que
fuese practicada de modo minoritario no significa en modo alguno que expresase
los intereses de la pequeña-burguesía vasca. Constituía únicamente la expresión
más radical del descontento de las capas populares vascas y en especial de la
clase obrera. La identificación de esta clase con quienes la practicaban
comenzó a hacerse patente de modo evidente con ocasión del juicio de Burgos en
diciembre del año 70. A
partir de entonces, no haría sino crecer. La lucha armada era resultado de la
convergencia de la opresión nacional y la explotación de clase que los
trabajadores vascos -entendido el término en el sentido más amplio- sufrían
bajo la dictadura franquista, y no podía sino desarrollar en tanto ésta se
mantuviese. La mayor o menor aceleración de su proceso de desarrollo obedecía a
las condiciones de vida y formación ideológica histórica respecto a ella del
pueblo vasco.
La lucha armada tampoco frenaba las labores de
organización de masas a otros niveles; por el contrario, al constituirse en el
peor enemigo del régimen español, convertía el resto de formas de lucha en
enemigos secundarios y más fáciles de admitir para el franquismo. Cierto que
provocaba oleadas de represión sobre los sectores que trataban de organizar a
las masas trabajadoras patrióticas, impidiendo su organización; pero ello no se
debía a la lucha armada en sí, sino a la unidad orgánica que en E.T.A. se
producía entre dichos sectores y los encargados de la práctica armada.
VI Asamblea se declaraba internacionalista y tachaba a
E.TA. de nacionalista pequeño-burguesa. Pero, ¿qué es el internacionalismo
obrero? ¿Ser internacionalista exige a los trabajadores de una nación dividida
y oprimida renegar de sus derechos nacionales para de este modo confraternizar
con los de la nación dominante? En mi opinión, no. Internacionalismo obrero
significa la solidaridad de clase, expresada en el mutuo apoyo, entre los
trabajadores de las diferentes naciones, pero respetándose en su peculiar forma
de ser nacional. Si las relaciones entre las fuerzas obreras españolas y las
patrióticas vascas no han sido mejores no se debe a las justas exigencias de
estas últimas, sino a la incomprensión y actuación oportunista mostrada por
aquéllas frente a la cuestión nacional vasca. ¿El internacionalismo obrero
exige que los trabajadores de la nación políticamente más avanzada frenen su
ritmo para ir de la mano de los de las mas atrasadas? Si fuera así, la
humanidad estaría aún estancada. Si determinadas revoluciones socialistas e
innumerables luchas de liberación nacional, de indudable signo progresista, han
podido alcanzar el éxito se debe de modo muy importante a la existencia de
países que no entendieron de aquel modo el internacionalismo obrero. E incluso
más, la experiencia demuestra que cada país que triunfa sobre el capitalismo
sienta las premisas para la extensión de la revolución socialista mundial
porque no hay consejo más eficaz que el ejemplo. La mejor forma de cultivar el
internacionalismo es avanzar el proceso revolucionario social, allá donde haya
condiciones para ello.
El sector patriótico de la clase obrera vasca que no
existía de modo consciente hace cuarenta años -lo que permitió que la dirección
de la lucha nacional fuese ejercida de modo importante por la
pequeña-burguesía- existía ya en la década de los sesenta. La evolución de
E.T.A., con sus bruscos saltos y desgajamientos en una y otra dirección, no
expresaba sino la búsqueda de la afirmación ideológica y política de dicha
clase en el seno de una realidad ocupada por sectores con intereses ajenos a
ella.
La separación de la VI Asamblea sería decisiva en este
sentido. A partir de ella, no se trataría ya de saber dónde se estaba sino cómo
había de estarse. El que E.T.A. -entendida más como fenómeno político que como
organización- no haya sido capaz, hasta fechas recientes, de comenzar a
organizar a los trabajadores patriotas vascos de modo coherente no se debe a
su, por algunos pretendido, carácter pequeño-burgués, sino a la inexperiencia
política, lógica en un sector social que en Euskadi acababa de tomar conciencia
de su identidad y lo tenía aún todo por aprender.
Precisamente la toma de conciencia de este sector social,
constituido por los trabajadores vascos con conciencia nacional, es lo que
permitía pensar en Euskadi como un marco autónomo para la revolución socialista
que forzosamente habría de ir unida a la lucha de liberación nacional; con todas
las dependencias respecto al resto de los estados español, francés y mundial,
que lógicamente existen.
La realidad posterior no ha hecho sino confirmar estas
hipótesis. Las luchas obreras surgidas en Euskadi han tenido siempre su límite
de generalización en el marco geográfico de la nación vasca; igualmente la
lucha política ha tenido en Euskadi carácter diferenciado del resto de los
estados vecinos. Ello ha obligado a los partidos de extensión estatal española
a considerar la conveniencia de descentralizar sus estructuras, creando órganos
de dirección y siglas a nivel de Euskadi peninsular. Los partidos obreros
españoles han dejado de ser el enemigo principal del Estado para que este papel
fuese ocupado por las fuerzas patrióticas obreras vascas y en especial E.T.A.
Estas mismas fuerzas han servido de elemento revulsivo y radicalizador del
proceso revolucionario de todo el Estado español, confirmando la justeza de la
visión que E.T.A. ha tenido del internacionalismo obrero.
A pesar de la disimilitud entre Euskadi continental y
peninsular, producida por las diferentes estructuras socio-económicas y de
formas de padecimiento de la opresión nacional, el proceso de aproximación
entre ambas zonas es ya evidente -relaciones culturales, relaciones económicas
intercooperativas, partido político extendido a ambas zonas- y su interrelación
cada día mayor, contrarrestando la tesis de quienes las pretendían insertar,
respectivamente, en los procesos francés y español e independientes entre sí.
Por el contrario, debido a la interrelación antes citada, son los mismos
aparatos de Estado español y francés quienes han comenzado a unificar su lucha
contra el pueblo vasco.
Una vez iniciado el proceso de descomposición del
franquismo, E.T.A., lejos de engrosar las filas de las organizaciones
pequeño-burguesas, ha dado lugar a la creación de partidos obreros; que además
están demostrando ser capaces de impulsar a los sectores que representan a una
práctica revolucionaría frente a la política reformista de quienes siempre se
han autoproclamado auténticos comunistas revolucionarios.
Hoy, frente a la doble solución -pequeño-burguesa vasca o
socialista española- que se le presentaba al pueblo vasco en el primer tercio
de siglo, un sector de la clase trabajadora está en condiciones de ofrecer una
tercera vía: la revolución socialista vasca.
Tampoco debemos engañarnos: el triunfo de esta opción es
difícil. Y sus principales obstáculos -con ser importantes- no van a ser
únicamente los partidos burgueses -ellos sólo pueden alargar la lucha- ni la
existencia de un elevado número de trabajadores sin conciencia nacional; el
resurgir y extenderse de la conciencia nacional vasca, así como su asimilación
por los inmigrantes, es un proceso largo, pero ya hoy lo suficientemente profundo
como para considerarlo difícilmente reversible. Hoy quizá el mayor obstáculo
consiste en el alto nivel de consumo existente en Euskadi peninsular -motor del
proceso revolucionario vasco-, que puede hacernos olvidar que el objetivo de
los trabajadores vascos no es consumir lo necesario y lo superfluo hasta el
nivel de lo ridículo -y a la vez dramático-, sino transformar nuestras
relaciones sociales de producción, haciéndolas fraternales y solidarias, y
nuestras relaciones con los medios de producción apropiándolos y colocándolos a
nuestro servicio; decidir qué queremos producir y cómo queremos distribuirlo;
poder pensar y relacionarnos en nuestra lengua y crear nuestra propia cultura;
en suma, ser hombres libres en un país libre. Esto constituye una revolución
social y, para llevarla a cabo, es preciso que el poder político sea nuestro,
sin sustituismos de ninguna clase; es preciso que se lo arrebatemos a las
burguesías española y francesa que hoy lo detentan; es precisa una m.
revolución política.
Por supuesto que las fuerzas políticas de la burguesía se
opondrán a ella. Pero lo más triste sería que también lo hiciesen las fuerzas
políticas representativas de la clase obrera española. Nosotros renunciamos a
intentar determinar cómo ha de configurarse el proceso revolucionario español y
muchos estaríamos dispuestos a ayudarles en su tarea. Pero a cambio exigimos
que a los trabajadores vascos se nos respete el derecho a decidir ya desde hoy
cómo queremos construír el futuro, nuestro futuro.
La opción que hoy ofrece el sector patriótico de la clase
obrera vasca no es únicamente una opción para Euskadi, sino indirectamente
también para los trabajadores españoles y franceses en cuanto que la revolución
socialista vasca no puede sino potenciar las de sus respectivos países. Ella
constituye la mejor aportación que la clase obrera vasca puede hacer a los
trabajadores de todo el mundo.
Si los partidos obreros españoles no lo comprendiesen así
y buscasen frenar el proceso político vasco en un intento de integrarlo en el
de sus respectivos estados, estarían haciendo un triste favor a los
trabajadores vascos y a la clase obrera en general. La incomprensión que hasta
el presente han demostrado hacia las peculiaridades de la lucha en Euskadi es
consecuencia directa de su incomprensión de la existencia misma del pueblo
vasco. Ella constituye precisamente el motivo de que el sector objetiva y
subjetivamente más revolucionario de éste haya optado por la independencia y de
que todo él tenga hoy una dinámica en ese sentido.
Entre el pueblo español hemos encontrado también
auténticos revolucionarios que han sabido reconocer la existencia y los
derechos de nuestro pueblo; pero desgraciadamente muy pocos. Si los partidos
obreros españoles hubiesen sido como ellos, quizá hoy quienes defendemos la
independencia de Euskadi hubiésemos optado por otra solución más unitaria. De
cualquier modo, los pueblos caminan hacia su integración económica y política y
los trabajadores debemos potenciar la solidaridad y unidad internacionales siempre
que no nos obligue a sacrificar nuestra personalidad nacional. De ahí que,
frente a la tarea de evitar enfrentamientos y borrar suspicacias entre los
trabajadores vascos y los españoles y franceses e iniciar un proceso de
acercamiento y ayuda mutua, han de ser estos últimos quienes dejen de pensar en
términos de imperio y comprendan de una vez que los trabajadores vascos no
somos españoles ni franceses, sino única y exclusivamente vascos, y que lo que
nos une con ellos no es la pertenencia a una misma nación sino a una misma
clase.