Por
Evelyn Reed
En la actualidad, el movimiento de
liberación de la mujer está a un nivel ideológico superior al del movimiento
feminista en el siglo pasado. Casi todas las corrientes comparten el análisis
marxista del capitalismo y se adhieren a la clásica explicación de Engels sobre
el origen de la opresión de la mujer, basada en la familia, la propiedad
privada y el Estado.
Pero aún perduran notables
equívocos e interpretaciones erróneas de la posición marxista, que han
conducido a algunas mujeres, que se consideran radicales o socialistas, a
desviaciones y a una desorientación teórica. Influenciadas por el mito de que
las mujeres han estado siempre condicionadas por sus funciones reproductoras,
tienden a concluir que las raíces de la opresión femenina son, al menos en
parte, debidas a diferencias sexuales biológicas. En realidad, las causas son
exclusivamente históricas y sociales.
Algunas de estas teorías sostienen
que la mujer constituye una clase especial o una casta. Estas definiciones no
sólo son ajenas al marxismo, sino que llevan a la falsa conclusión de que no es
el sistema capitalista, sino el hombre, el principal enemigo de la mujer.
Propongo poner a discusión esta tesis.
Las aportaciones del marxismo en
este campo, fundamentales para explicar la génesis de la degradación de la
mujer, pueden resumirse así:
Ante todo, las mujeres no han sido
siempre el sexo oprimido o “segundo sexo”. La antropología o los estudios de la
prehistoria nos dicen todo lo contrario. En la época del colectivismo tribal
las mujeres estuvieron a la par con el hombre y estaban reconocidas por el
hombre como tales.
En segundo lugar, la degradación
de las mujeres coincide con la destrucción del clan comunitario matriarcal y su
sustitución por la sociedad clasista y sus instituciones: la familia
patriarcal, la propiedad privada y el Estado.
Los factores clave que llevaron al
derrocamiento de la posición social de la mujer tuvieron origen en el paso de
una economía basada en la caza y en la recogida de comida, a un tipo de
producción más avanzado, basado en la agricultura, la cría de animales y el
artesanado urbano. La primitiva división del trabajo entre los sexos fue
sustituida por una división social del trabajo mucho más complicada. La mayor
eficacia del trabajo permitió la acumulación de un notable excedente
productivo, que llevó; primero, a diferenciaciones, y después a profundas
divisiones entre los distintos estratos de la sociedad.
En virtud del papel preeminente
que habían tenido los hombres en la agricultura extensiva, en los proyectos de
irrigación y construcción, así como en la cría de animales, se apropiaron poco
a poco del excedente, definiéndolo como propiedad privada. Estas riquezas
potencian la institución del matrimonio y de la familia y dan una estabilidad
legal a la propiedad y a su herencia. Con el matrimonio monogámico, la esposa
fue colocada bajo el completo control del marido, que tenía así la seguridad de
tener hijos legítimos como herederos de su riqueza.
Con la apropiación por parte de
los hombres de la mayor parte de la actividad social productiva, y con la
aparición de la familia, las mujeres fueron encerradas en casa al servicio del
marido y la familia. El aparato estatal fue creado para reforzar y legalizar la
institución de la propiedad privada, el dominio masculino y la familia
patriarcal, santificada luego por la religión.
Este es, brevemente, el punto de
vista marxista sobre el origen de la opresión de la mujer. Su subordinación no
se debe a ninguna deficiencia biológica como sexo, sino que es el resultado de
los acontecimientos sociales que destruyeron la sociedad igualitaria de la gens
matriarcal, sustituyéndola por una sociedad clasista patriarcal que, desde sus
inicios, se caracterizó por la discriminación y desigualdad de todo tipo, incluida
la desigualdad de sexos. El desarrollo de este tipo de organización
socio-económica estructuralmente opresiva, fue la responsable de la caída
histórica de las mujeres.
Pero la caída de las mujeres no se
puede comprender completamente, ni se puede elaborar una solución social y
política correcta para su liberación, sin considerar lo que sucede actualmente
con los hombres. Muy a menudo no se tiene en cuenta que el sistema patriarcal
clasista, que ha hecho desaparecer al matriarcado y sus relaciones sociales
comunitarias, ha destruido también la contrapartida masculina, el patriarcado
–esto es, la fraternidad tribal de los hombres. La derrota de las mujeres
anduvo pareja con la dominación de las masas de trabajadores por la clase de
los patronos.
La esencia de este desarrollo se
puede ver más claramente si se examina el carácter fundamental de la estructura
tribal que Morgan, Engels y otros han descrito como “sistema de consumo
primitivo”. El clan comunitario era tanto una hermandad de mujeres como una
hermandad de hombres. La hermandad, esencia del matriarcado, tenía claramente
caracteres colectivos. Las mujeres trabajaban juntas como una comunidad de
hermanas; su trabajo social proveía ampliamente al mantenimiento de toda la
comunidad. Criaban a los hijos también en comunidad. Una madre no hacía
distinción entre sus hijos y los de otra mujer del clan, y los niños, por otra
parte, consideraban a todas las hermanas mayores como madres. En otras
palabras, la producción y la propiedad en común iban acompañadas de la
educación común de los hijos.
La contrapartida masculina de esta
hermandad era la fraternidad, modelada según los mismos esquemas comunitarios.
Cada clan, y el conjunto de clanes que comprendía la tribu, se caracterizaba
por la “fraternidad” desde el punto de vista masculino, y por la “hermandad” o
“matriarcado” desde el punto de vista femenino. En esta fraternidad matriarcal,
los adultos de los dos sexos, no sólo producían para mantenerse, sino que
alimentaban y protegían a los niños de la comunidad. Estos aspectos hicieron de
la hermandad y fraternidad un sistema de “comunismo primitivo”.
Así, antes de que la familia
tuviera como cabeza un padre individual, la función de la paternidad era social
y no familiar. Además, los primeros hombres que desarrollaron funciones
“paternales” no fueron los compañeros o “maridos” de las hermanas del clan,
sino sus hermanos. Y esto no sólo porque los procesos fisiológicos de la
paternidad eran desconocidos, sino más bien porque este hecho era insignificante
en una sociedad fundada en el colectivismo productivo y en el cuidado común de
los hijos.
Aunque actualmente nos pueda
parecer extraño a nosotros, que estamos acostumbrados a la forma particular de
educación de los hijos, era perfectamente natural en la comunidad primitiva,
que los hermanos del clan, o sea, los maternos, ejercieran estas funciones
paternas hacia los hijos de las hermanas, que más tarde fueron asunto del padre
individual respecto a los hijos de la esposa.
El primer cambio en este sistema
de clan hermano-hermana se debe a la creciente tendencia de la pareja, o de la
“familia a dos”, como lo han llamo Morgan y Engels, a vivir juntos en la misma
comunidad y casa. Sin embargo, la simple cohabitación no alteró sustancialmente
las relaciones colectivas o el papel productivo de las mujeres en la comunidad.
La división del trabajo según el sexo, efectuada entre hermanas y hermanos del
clan, se transformó gradualmente en división sexual del trabajo entre marido y
esposa.
Pero mientras prevalecieron las
relaciones colectivas y las mujeres continuaron participando en la producción
social, permaneció, en mayor o menor medida, la originaria igualdad entre los
sexos. La comunidad entera continuó proveyendo a cada miembro de la pareja,
quizás porque cada miembro de la pareja contribuía también en la actividad
laboral.
Por lo tanto, la familia de
pareja, tal como aparece en los albores del sistema familiar, era radicalmente
distinta del actual núcleo familiar. En nuestro sistema capitalista, desordenado
y competitivo, cada familia debe salvarse o ahogarse, contando sólo con sus
posibilidades y no puede contar con la ayuda externa. La esposa depende del
marido, y los hijos deben contar con sus padres para su subsistencia, aunque
estén sin trabajo, enfermos o muertos. En el período de la familia de pareja no
existía este tipo de dependencia de la “economía familiar”, porque la comuna
entera se hacía cargo de las necesidades fundamentales de cada individuo desde
la cuna hasta la tumba.
Esta fue la causa concreta de la
ausencia, en la comunidad primitiva, de las opresiones sociales y los
antagonismos familiares, tan frecuentes actualmente.
Se ha dicho a veces, explícita o
implícitamente, que la dominación masculina ha existido siempre y que las mujeres
han sido siempre tratadas brutalmente por los hombres. O también, a veces, se
ha creído que las relaciones entre los sexos, en la sociedad matriarcal, eran
exactamente lo contrario de las nuestras –con las mujeres dominando a los
hombres. Ninguna de estas afirmaciones ha sido confirmada por los
descubrimientos antropológicos.
No es mi intención alabar la era
salvaje ni auspiciar un retorno romántico a laguna pasada “edad de oro”. Una
economía basada en la caza y el aprovisionamiento de comida representa el
estadio más bajo del desarrollo humano, y sus condiciones de vida eran
desagradables, crueles y duras. Sin embargo, debemos reconocer que las
relaciones entre el hombre y la mujer eran fundamentalmente distintas a las
nuestras.
En el clan no existía la
posibilidad de que un sexo dominara al otro, de la misma forma que una clase no
podía explotar a la otra. Las mujeres ocupaban un lugar preeminente porque eran
las principales productoras de bienes y de nuevas vidas. Pero esto no las
indujo a oprimir a los hombres. Su sociedad comunitaria excluía la tiranía de
clase, de raza o de sexo.
Como ha dicho Engels, con la
aparición de la propiedad privada del matrimonio monogámico y de la familia
patriarcal, entraron en juego nuevas fuerzas sociales, tanto en la sociedad en
su conjunto, como en la organización familiar, que abolieron los derechos que
anteriormente tenía la mujer.
De la simple cohabitación de la
pareja, se pasó al matrimonio monogámico legal y rígidamente regulado, que puso
a la esposa y a los hijos bajo el control completo del marido y padre, el cual
daba su nombre a la familia y determinaba sus condiciones de vida y su destino.
Las mujeres, que habían vivido y
trabajado juntas, educado en común a sus hijos, se dispersaron como esposas de
un solo hombre, destinadas a su servicio y al de una sola casa. La primitiva e
igualitaria división sexual del trabajo entre los hombres y las mujeres de la
comunidad, cedió paso a una división familiar del trabajo, en la cual la mujer
era alejada cada vez más de la producción social, para convertirse en sierva
del marido, de la casa y de la familia. Así, las mujeres, en un tiempo
“administradoras” de la sociedad, con la formación de las clases fueron
degradadas al papel de administradoras de los hijos de un hombre y de su casa.
Esta degradación de las mujeres ha
sido un especto permanente en los tres estadios de la sociedad de clases, desde
la esclavitud, pasando por el feudalismo, hasta el capitalismo.
Mientras las mujeres dirigían, o
por lo menos, participaban en el trabajo productivo de la comunidad, fueron
estimadas y respetadas, pero cuando se desmembraron en una unidad familiar
separada y ocuparon una posición subalterna en la casa y en la familia,
perdieron su prestigio, su influencia y su poder.
¿Nos puede extrañar que unos
cambios sociales tan drásticos hayan llevado a un antagonismo tan profundo y
duradero entre los dos sexos? Como dice Engels:
“La monogamia no ha significado en
absoluto, desde el punto de vista histórico, una reconciliación entre el hombre
y la mujer, y menos aún, constituye la forma más alta de matrimonio. Por el
contrario, ha representado el sometimiento de un sexo por el otro y la
aparición de un antagonismo entre los sexos desconocido en la historia
precedente…El primer antagonismo de clase aparecido en la historia coincide con
el desarrollo del antagonismo entre hombre y mujer en la monogamia, y la
primera opresión de clase con la del sexo femenino por parte del masculino” (El
origen de la familia, la propiedad privada y el Estado).
Es necesario hacer una distinción
entre los dos tipos de opresión que las mujeres han sufrido en la familia
monogámica y en el sistema basado en la propiedad privada. En la familia
productiva campesina de la era preindustrial, las mujeres gozaban de un
`status` social más elevado y de un respeto mayor del que goza actualmente en
nuestras ciudades el núcleo familiar doméstico.
Mientras la agricultura y el
artesanado dominaron la economía, la familia campesina, que era numerosa o
“extensa”, continuaba siendo una unidad productiva vital. Todos sus miembros
tenían funciones concretas e importantes, según el sexo y la edad. Las mujeres
ayudaban a cultivar la tierra y hacían trabajos en la casa, mientras los niños
y los demás producían su parte según sus capacidades.
Todo esto cambió con el nacimiento
del capitalismo industrial y monopolista y con la formación del núcleo
familiar. Cuando grandes masas de hombres fueron expoliados de la tierra y de
sus pequeñas empresas, y se convirtieron en trabajadores asalariados en las
fábricas, no tuvieron para vender, y sobrevivir, más que su fuerza de trabajo.
Sus mujeres, alejadas de las fábricas productivas y del artesanado, devinieron
completamente dependientes de los maridos para su mantenimiento y el de sus
hijos. De la misma manera que los hombres dependían de sus patronos, las
mujeres dependían de sus maridos.
Privadas gradualmente de su
autonomía económica, las mujeres perdieron también la consideración social. En
las fases iniciales de la sociedad clasista fueron alejadas de la producción
social y del liderazgo, para convertirse en productoras en el ámbito de la
familia agrícola, trabajando con el marido para a casa y la familia. Pero con
la sustitución de la familia campesina por el núcleo familiar propio de las
ciudades industriales perdieron su último punto de apoyo en terreno sólido.
Las mujeres se encontraron
entonces frente a dos tristes alternativas: buscar un marido que las cuidase y
hacer de ama de casa en un apartamento de la ciudad, criando la próxima
generación de esclavos asalariados; o bien, para las más pobres y
desafortunadas, hacer los trabajos marginales de las fábricas (junto a sus
hijos), y ser explotadas como la fuerza de trabajo más esclavizada y peor
pagada.
En las generaciones pasadas, las
mujeres trabajadoras lucharon por el empleo junto a los hombres, por aumentos
salariales y mejoras en las condiciones laborales. Pero las mujeres, en calidad
de amas de casa dependientes, perdieron estos medios de lucha social. Sólo podían
lamentarse o pelearse con el marido y los hijos por la miseria de su vida. El
contraste entre los sexos se vuelve más profundo y áspero con la degradante
dependencia de las mujeres respecto a los hombres.
A pesar del hipócrita homenaje
rendido a las mujeres como “madres santas” y devotas amas de casa, su valor
disminuyó, alcanzando el punto más bajo con el capitalismo. Puesto que las amas
de casa no producen bienes, ni crean ningún excedente para los explotadores, no
son importantes para los fines del capitalismo. En este sistema existen sólo
tres justificaciones para su existencia: el ser amas de cría, guardianas de la
casa y compradoras de bienes de consumo para la familia.
Mientras que las mujeres ricas
pueden hacerse sustituir por las criadas en el desempeño de los trabajos más
aburridos, las pobres están ligadas a esta inaguantable cadena para toda la
vida. Su condición de servilismo aumenta cuando están obligadas a un trabajo
externo para contribuir al mantenimiento de la familia. Asumiendo dos responsabilidades,
en lugar de una, están doblemente oprimidas.
Pero incluso las amas de casa de
la clase media son víctimas del capitalismo del mundo occidental, a pesar de
sus privilegios económicos. La monótona condición de aislamiento y de
aburrimiento en que se encuentran, las induce a “vivir a través” de sus hijos
–relación que alimenta muchas de las neurosis que afligen hoy en día la vida
familiar. Tratando de aliviar su sufrimiento, son manipuladas y depredadas por
los especuladores del campo de los bienes de consumo. La explotación de la
mujer como consumista forma parte de un sistema que se desarrolló, en primer
lugar, con la explotación del hombre como productor.
Los capitalistas tienen miles de
razones para exaltar el núcleo familiar. Su ambiente es una mina de oro para
todos los especuladores, desde los agentes inmobiliarios a los vendedores de
detergentes y cosméticos. Si producen automóviles para uso individual, en lugar
de desarrollar adecuadamente los transportes públicos, es porque es más
rentable, como lo es vender casas pequeñas en parcelas privadas, cada una de
las cuales necesita su lavadora, su frigorífico y otras cosas similares.
Por otra parte, el aislamiento de
las mujeres en casas particulares, ligadas todas a las mismas tareas con la
cocina y con los hijos, les impide unirse y llegar a ser una fuerza social o
una seria amenaza política para el poder constituido.
¿Cuál es la lección que se puede
extraer de esta panorámica sobre el largo cautiverio de las mujeres en la casa
y con la familia, propia de la sociedad clasista –tan distinta de su situación
de fuerza e independencia en la sociedad preclasista?
Nos muestra que el estado de
inferioridad de las mujeres no ha sido el resultado de un condicionamiento
biológico ni del embarazo. Este no constituía un hándicap en la comunidad
primitiva; lo ha empezado a ser, principalmente, en el núcleo familiar de
nuestros días. Las mujeres pobres están destrozadas entre la obligación de
cuidar a los hijos y la casa y, al mismo tiempo, trabajar fuera para contribuir
al mantenimiento de la familia. Las mujeres, por lo tanto, han sido condenadas
a su estado de opresión por las mismas fuerzas y relaciones sociales que han
llevado a la opresión de una clase sobre otra, de una raza sobre otra, de una
nación sobre otra. Es el sistema capitalista –último estadio del desarrollo de
la sociedad de clases- la fuente principal de la degradación y opresión de las
mujeres.
Algunas mujeres del movimiento de
liberación critican estas tesis marxistas fundamentales. Dicen que el sexo
femenino representa una casta distinta o una clase. Ti-Grace Atkinson, por
ejemplo, sostiene que las mujeres son una clase aparte. Roxanne Dunbar afirma
que son una casta aparte. Examinemos estas dos posiciones y las conclusiones que
de ellas se derivan.
Primero consideremos si las
mujeres son una casta. La jerarquía de castas apareció antes y sirvió de modelo
al sistema clasista. Surge después de la desaparición de la comunidad tribal,
con las primeras diferenciaciones evidentes de los estratos sociales, según la
nueva división del trabajo y las funciones sociales. La pertenencia a un
estrato superior o inferior estaba garantizada por el sólo hecho de nacer
dentro de su ámbito.
Es importante notar, además, cómo
el sistema de castas llevaba en sí mismo, desde el principio, al sistema de
clases. Por otro lado, mientras el sistema de catas alcanza su pleno desarrollo
sólo en algunas partes del mundo, como India, el sistema de clases se
desarrolló hasta convertirse en mundial y engullir al de castas.
Esto se puede ver claramente en
India, donde cada una de las cuatro castas fundamentales –los brahamanes o
sacerdotes, los soldados, los propietarios terratenientes o mercantiles y los
trabajadores, junto a los “sin casta” o parias –tienen un lugar preciso en la
sociedad explotadora. En la
India actual, donde el viejo sistema de castas sobrevive de
forma decadente, las relaciones y el poder capitalistas prevalecen sobre las
instituciones precapitalistas heredadas del pasado, comprendidos los vestigios
de la sociedad estructurada en castas.
Por otro lado, aquellas regiones
del mundo que se han desarrollado más rápidamente y de forma más consistente,
han abolido el sistema de casta. La civilización occidental, iniciada con la
antigua Grecia y Roma, se desarrolló pasando por la esclavitud, y el
feudalismo, hasta llegar al estadio más maduro de la sociedad de clases, el
capitalismo.
Ni en el sistema de castas ni en
el clasista –y ni siquiera en la combinación de los dos- las mujeres han constituido
una clase o casta aparte. Las mismas mujeres han estado divididas en las
distintas castas y clases que han formado el sustrato social.
El hecho de que las mujeres
tuvieran una posición de inferioridad, como sexo, no implica, ipso facto, que
fueran una cata o una clase inferior. En la antigua India, las mujeres
pertenecían a castas distintas. En un caso, su `status` social venía
determinado por el nacimiento en una casta, en el otro era determinado por su
riqueza o por la del marido. Y esto es válido para los dos sexos, que pueden
pertenecer a una casta superior y tener más dinero, y poder y consideración
social.
¿Qué entiende entonces Roxanne
Dumbar cuando dice que todas las mujeres (sin tener en cuenta su clase)
pertenecen a una casta aparte? El contenido exacto de sus afirmaciones y de sus
conclusiones no me resulta claro, y quizá tampoco a los demás. Hagamos entonces
un estudio más profundo.
En términos de poder, nos podemos
referir a la mujer como una “casta” inferior –como se hace a veces cuando se
definen como “esclavas” y “siervas” –cuando se tiene simplemente la intención
de señalar que han ocupado una posición subordinada en la sociedad masculina.
El uso de la palabra “casta” serviría, pues, sólo para indicar la pobreza de
nuestra lengua, que no tiene una palabra precisa para indicar el sexo femenino
como sexo oprimido. Pero parece que el escrito de Roxanne Dunbar, en febrero de
1970, tenía implicaciones más amplias respecto a sus anteriores posiciones
sobre esta cuestión.
En aquel documento dice que su
caracterización de las mujeres como casta no representa nada nuevo: que incluso
Marx y Engels “juzgaron de la misma forma la posición del sexo femenino”. Pero
esto no es realmente así: ni Marx en El Capital ni Engels en El
origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, ni otros notables
marxistas, desde Lenin a Luxemburg, han definido nunca a la mujer como
perteneciente a una casta en virtud de su sexo. Por lo tanto, no se trata
simplemente de una confusión verbal en torno al uso de una palabra, sino de un
claro alejamiento del marxismo, si bien presentado con carácter marxista.
Me gustaría poseer clarificaciones
de Roxanne Dunbar sobre las conclusiones que ella extrae de su teoría; puesto
que si todas las mujeres pertenecen a una casta inferior, y todos los hombres a
una casta superior, de ello se desprende que el punto central de la lucha por
la liberación consistiría en una “guerra de castas” de todas las mujeres contra
todos los hombres. Esta conclusión parecería confirmada por la afirmación de
que “nosotras vivimos en un sistema internacional de castas”.
Tampoco esta afirmación es
marxista, ya que los marxistas dicen que vivimos en un sistema clasista
internacional y que por lo tanto no se requiere una guerra de castas, sino una lucha
de clases de todos los oprimidos, hombres y mujeres, para obtener la liberación
de las mujeres junto con la liberación de todas las masas oprimidas. Roxanne
Dunbar, ¿está de acuerdo o no con esta posición respecto al papel determinante
de la lucha de clases?
Su confusión replantea la
necesidad de usar un lenguaje preciso en una exposición científica. Si bien las
mujeres están explotadas bajo el capitalismo, no son esclavas ni siervas de la
gleba o miembros de una casta inferior. Las categorías sociales de esclavo,
siervo y casta se refieren a estadios y aspectos concretos de la historia
pasada, y no definen correctamente la posición de las mujeres en nuestra
sociedad.
Si queremos ser exactos y
científicos, las mujeres deberían definirse como un “sexo oprimido”.
La otra posición, que caracteriza
a las mujeres como “clase” especial, podemos definirla como aún más errónea.
En la sociología marxista una
clase puede definirse según dos consideraciones independientes: el papel que
juega en el proceso productivo y si posee la propiedad de los medios de
producción, y por lo tanto, controlan el Estado y dirigen la economía. Los
trabajadores que crean la riqueza no tienen más que su fuerza de trabajo para
vender a los patronos y poder vivir.
¿En qué relación se encuentran las
mujeres con estas dos clases opuestas? Pertenecen a todos los estratos de la
pirámide social. Las pocas que están en la cima pertenecen a la clase de los
plutócratas; algunas pertenecen a la clase media, la mayoría al proletariado.
Existe una enorme diferencia entre las pocas Rockefeller, Morgan y Ford, y los
millones que viven con subsidios de todo tipo. Resumiendo, las mujeres, como
los hombres, son un sexo interclasista.
No se trata de un intento de
dividir a las mujeres, sino simplemente de reconocer una división que ya
existe. La idea de que todas las mujeres, como sexo, tienen en común más de lo
que tienen los miembros de una misma clase, es falsa. Las mujeres de la alta
burguesía no son simplemente compañeras de cama de sus ricos maridos.
Generalmente existen otros lazos más fuertes: son colaboradoras económicas,
sociales y políticas, unidas al marido en la defensa de su propiedad privada,
del beneficio, del militarismo, del racismo y de la explotación de las otras mujeres.
Para decir verdad, existen
excepciones individuales a esta regla, especialmente entre las jóvenes.
Recordemos que la señora Frank Leslie, por ejemplo, renunció a la herencia de
dos millones de dólares para sostener la causa del sufragio femenino, y otras
mujeres de la alta burguesía han entregado su dinero a favor de la causa de los
derechos civiles de nuestro sexo. Pero una cosa completamente distinta es
esperar que muchas mujeres ricas sostengan una lucha revolucionaria que amenaza
sus intereses y privilegios capitalistas. La mayor parte de ellas se burlan del
movimiento de liberación, diciendo explícitamente o implícitamente: “Pero, ¿de
qué cosa nos tenemos que liberar?”
¿Es realmente necesario insistir
en este punto? Decenas de miles de mujeres participaron en la manifestación de
Washington, en noviembre de 1969 y después en mayo de 1970. ¿Tenían más cosas
en común con los hombres militantes que marchaban a su lado, o con la señora
Nixon, sus hijas y la esposa del procurador general, señora Mitchell, que
miraban con desagrado desde su ventana y veían en aquella masa una nueva
revolución rusa? ¿Quiénes serán los mejores aliados de la mujer en el combate
por la liberación, las esposas de los banqueros, de los generales, de los
abogados hacendados, de los grandes industriales, o los trabajadores negros y
blancos que luchan por su propia liberación? ¿No serán, tanto los hombres como
las mujeres de ambas partes? Si no es así, la lucha ¿debe volverse contra los
hombres, más que contra el sistema capitalista?
Es cierto que todas las sociedades
clasistas han sido dominadas por el hombre y que los hombres han sido
adiestrados, desde la cuna, para que sean chovinistas. Pero no es cierto que
los hombres, como tales, representen el principal enemigo de las mujeres. Esto
no tendría en cuenta a la masa de hombres explotados que están oprimidos por el
principal enemigo de las mujeres, el sistema capitalista. Estos hombres tienen
un lugar en la lucha por la liberación de la mujer; pueden convertirse y se
convertirán en nuestros aliados.
Si bien la lucha contra el
chovinismo masculino es una parte esencial de los objetivos que tienen las
mujeres del movimiento, no es correcto hacer de ello el eje principal. Esto nos
llevaría a no tener en cuenta o infravalorar el papel constituido que no sólo
alimenta y se aprovecha de toda forma de discriminación y opresión, sino que
además es responsable del chovinismo masculino. Recordemos que la supremacía
masculina no existía en la comunidad primitiva, basada en la relación entre
hermanas y hermanos. La discriminación sexual, así como la racial, tienen sus
raíces en la propiedad privada.
Una posición teórica errónea lleva
fácilmente a una falsa estrategia en la lucha por la liberación de la mujer.
Este es el caso de una fracción de las “Redstockings” que dicen en su Manifiesto
que “las mujeres son una clase oprimida”. Si todas las mujeres forman
una clase, entonces todos los hombres deben constituir la clase opuesta –la de
los opresores-. ¿Qué conclusión se puede deducir de esta premisa? ¿Qué no
existen hombres en la clase oprimida? ¿Dónde colocamos a los millones de
obreros blancos oprimidos que, como los negros oprimidos, puertorriqueños y
otras minorías, son explotados por los capitalistas? ¿No tienen todos ellos un
lugar primordial en la lucha por la revolución social? ¿Dónde y bajo qué
bandera estos pueblos oprimidos de todas las razas y de ambos sexos se unen por
una acción común contra su enemigo común? Oponer las mujeres como clase a los
hombres como clase sólo puede constituir una desviación de la auténtica lucha
de clases.
¿No existe una relación con la
afirmación de Roxanne Dunbar de que la liberación de la mujer es la base de la
revolución social? Estamos muy lejos de la estrategia marxista, puesto que se
invierte la situación real. Los marxistas dicen que la revolución social es la
base para una total liberación de las mujeres –como es a base de la liberación
de toda la clase trabajadora. En última instancia, los verdaderos aliados de la
liberación de la mujer son todas aquellas fuerzas que están obligadas por sus
propios intereses a luchar contra los imperialistas y a romper sus cadenas.
La causa profunda de la opresión
femenina, que es el capitalismo, no puede ser abolida jamás solamente por las
mujeres, ni por una coalición de mujeres de todas las clases. Es preciso una
lucha mundial por el socialismo por parte de la masa trabajadora, hombres y
mujeres, unidos a todos los grupos oprimidos, para derribar el poder del
capitalismo, que actualmente tiene su máxima expresión en los Estados Unidos.
En conclusión, lo que debemos
preguntarnos es cuáles son los nexos entre la lucha por la liberación de las
mujeres y la lucha por el socialismo.
Ante todo, si bien los últimos
objetivos de la liberación de las mujeres no podrán ser realizados antes de la
revolución socialista, esto no significa que la lucha por las reformas deba
posponerse hasta entonces. Es necesario que las mujeres marxistas luchen, desde
ahora, codo a codo, con todas las mujeres militantes por sus objetivos
específicos. Esta ha sido nuestra política desde que se presentó una nueva fase
del movimiento de liberación de la mujer, hace cerca de un año e incluso antes.
El movimiento feminista empieza,
como otros movimientos de liberación, planteando algunas reivindicaciones
elementales como son: igualdad de oportunidades para hombres y mujeres en lo
que respecta a la educación y al trabajo: a trabajo igual, salario igual;
derecho al libre aborto para quien lo solicite; guarderías financiadas por el
Estado, pero controladas por la comunidad. La movilización de las mujeres por
estos objetivos no sólo nos da la posibilidad de obtener mejoras, sino también
pone en evidencia, domina y modifica los peores aspectos de nuestra
subordinación en la sociedad actual.
En segundo lugar, ¿por qué las
mujeres deben llevar a cabo su lucha por la liberación si, en última instancia,
para la victoria para la revolución socialista será necesaria la ofensiva de
toda la clase trabajadora? La razón es que ningún sector oprimido de la
sociedad, tanto los pueblos del Tercer Mundo como las mujeres, pueden confiar a
otras fuerzas la dirección y desarrollo de su lucha por la libertad –aunque
estas fuerzas se comporten como aliados. Nosotros rechazamos la posición de
algunos grupos políticos que se dicen marxistas, pero que no reconocen que las
mujeres deben dirigir y organizar su lucha por la emancipación, de la misma
forma que no llegan a comprender porqué los negros deben hacer lo mismo.
La máxima de los revolucionarios
irlandeses –“quien quiere ser libre debe luchar personalmente”- se adapta
perfectamente a la causa de la liberación de la mujer. Las mujeres deben luchar
personalmente para conquistar la libertad, y esto es cierto tanto antes como
después del triunfo de la revolución anticapitalista.
En el curso de nuestra lucha y
como parte de la misma, reeducaremos a los hombres que han sido inducidos a
creer ciegamente que las mujeres son por naturaleza el sexo inferior debido a
alguna tara en su estructura biológica. Los hombres deberán aprender que su
chovinismo y su superioridad son otra de las armas en manos de los patronos
para conservar el poder. El trabajador explotado, viendo la condición, aún peor
que la suya, en que se encuentra su esposa, ama de casa y dependiente, no puede
estar satisfecho de ello –se les debe hacer ver la fuente del poder opresor que
les ha envilecido a los dos.
En fin, decir que las mujeres
constituyen una casta o clase aparte, lleva lógicamente a conclusiones
extremadamente pesimistas respecto al antagonismo entre los sexos, en contraste
con el optimismo revolucionario de los marxistas. Ya que, a menos que los dos
sexos estén completamente separados y los hombres sean exterminados, parece que
están destinados a una guerra perenne entre ellos.
Como marxistas, nosotras tenemos
un mensaje más realista y lleno de esperanza. Negamos que la inferioridad de la
mujer esté determinada por su estructura biológica, y que haya existido
siempre. Lejos de ser eterna, la subordinación de las mujeres y la amarga hostilidad
entre los sexos no tienen más que unos pocos miles de años. Fueron producto de
los drásticos cambios sociales que introdujeron la familia, la propiedad
privada y el Estado.
La historia nos enseña que es
necesaria una revolución que altere radicalmente las relaciones
socio-económicas, para extirpar la causa de las desigualdades y obtener una
plena emancipación de nuestro sexo. Este es el fin prometido por el programa
socialista por el que nosotras luchamos.
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Primera
edición: Revista International
Socialist Review, septiembre 1970, Vol. 31, No. 3, pp. 15-17 y 40-41.
Esta
Edición: Marxists
Internet Archive, 8 de marzo de 2008, Día Internacional de la Mujer.
Fuente
del texto digital: Clase y Género.
Favor de citarlos como la fuente originaria del artículo en castellano e
incluir un enlace a su pagina de internet, http://www.clasecontraclase.cl/generoSeminario.php.
Nota de SUGARRA: En el Estado español, este texto
ha sido publicado en una recopilación de artículos de la autora con el título
de “Sexo contra sexo o clase contra clase”. Editorial Fontamara, S. A.
Barcelona, 1977.